Y en esta tempestad, en este infierno, percibían-se juntos el toque de retirada de la corneta francesa y el redoble del tambor lapeceño tocando a generala, en tanto que la voz del formidable carbonero, del invencible Alcalde, del invulnerable Atienza, sobresalía entre el común estruendo, gritando desaforada-mente: -¡Duro con ellos, muchachos! ¡Hasta que no quede uno! ¡Ya deben de quedar pocos! Y era verdad; pero también era cierto que quedaban menos españoles. El cañón de encina había hecho más destrozo entre los lapeceños que entre los franceses. Sin embargo, como estos últimos ignoraban los medios de defensa que aún podían tener reservados aquellos demonios; como tampoco sabían su número; y como todo lo temían ya de ellos, pensaron en salvarse a toda prisa; y, desordenados, dispersos, atropellando la caballería a la infantería y desoyendo los soldados las voces de sus jefes, emprendieron una retirada muy semejante a una fuga, perseguidos por los gañanes, que aún tenían a su disposición tres leguas cubiertas de proyectiles para sus hondas, y por algunos escopeteros a quienes quedaban cartuchos. Apedreados, pues, fusilados, ennegrecidos por la pólvora, cubiertos de sangre, de sudor y polvo, y habiendo dejado cien hombres en Lapeza y en el camino, entraron en Guadix, a las ocho de la noche, los vencedores de Egipto, Italia y Alemania, vencidos aquel día por una fuerza inferior de pastores y carboneros.